domingo, septiembre 19, 2021

Thomas Bernhard. Un sueño.

Insomne, por la madrugada, leo unos cuantos relatos de El imitador de voces en el Ipad. Me decepciona un poco el del título. Es más interesante la referencia que hace Miguel Sáenz en su charla (“Miguel Sáenz, una autobiografía literaria”, está en YouTube y la vi anteayer) que el relato en sí. Es encantador Sáenz. En el prólogo dice que Bernhard ha tenido en los comienzos una difícil recepción porque “inflige” a los lectores de buena fe párrafos extensos sin puntos. Inflige. Con todo, me vuelve a fascinar la “voz” de Bernhard. Ah, sus “como es natural” y “naturalmente”. Quizás una de las razones por las que Miguel Sáenz haya sido reconocido como un excelente traductor de Thomas Bernhard sea su sentido del humor. Sáenz entiende (interpreta) el humor de Bernhard. Naturalmente.

Vuelvo a dormir y sueño. Estoy en Austria, un viaje de estudios. Nos alojan, a mí y a mi escueto grupo, en una habitación oscura, sin ventanas, en la que, compruebo, los armarios están abarrotados de cosas: ropa para la nieve, juguetes. Eso me desconcierta: ahí vive alguien. Entran algunos estudiantes a la habitación, adolescentes, es decir, de secundaria, con uniforme. Austríacos, claro. Es repentinamente de día, o al menos hay buena luz, como suele suceder en los sueños, y la habitación es más amplia. Los estudiantes ordenan algunos pupitres frente a un escritorio. Me siento en uno. Es un aula. (Ahora, de este lado, recuerdo que en El castillo K. duerme con Frieda en una especie de galpón que por las mañanas se acondiciona como aula de clases. Pero no lo pensé en ese momento). Entra Thomas Bernhard. Se sienta al frente, en el escritorio, en realidad una mesa con tapa de fórmica, similar a la de los pupitres pero más grande. No habla. O no recuerdo ahora que haya hablado salvo por esto: alguien le dirige unas palabras, en español y Bernhard contesta en alemán. El interlocutor no comprende. Le digo a un hombre sentado a mi lado que la persona que habló no entiende el alemán. Se lo dice, en alemán, a Bernhard, que no repite la frase para que la traduzcan, sino que se limita a mirarnos fijamente con los ojos entrecerrados. Hacia el fondo de la habitación, que ya es enorme, algunos estudiantes hablan fuerte y juegan, una profesora se ha levantado para llamarles la atención. Bernhard se levanta y se va. Camino tras él, intento alcanzarlo, para mostrarle que tengo en mis manos El imitador de voces. Es un libro de tapas negras y ajadas, lo he sacado de la biblioteca. Pero Bernhard se aleja tan rápidamente que quien está frente a mí, en los pasillos de la escuela, no es Bernhard, sino un estudiante. Le muestro la tapa. No sabe nada del libro, ni del autor.

Al despertarme, en el entresueño todavía, me pregunté cómo podía ser que en la biblioteca de una escuela en Austria hubiera libros de TB en español. También cómo había llegado yo a Austria. Primero, seguramente esa escuela recibiera estudiantes argentinos con frecuencia. Segundo, el viaje había sido pagado por la universidad. Mientras todavía no terminaba de despertarme pensé en mamá, explicándole a mis hermanos que yo estaba en Austria y por qué. 

martes, octubre 16, 2018

Azar

Hace un tiempo, cuando retomé el blog, hablé de diario disperso. No soy, por lo que se lee, consecuente. Pensaba en anotaciones más o menos cotidianas, pero apenas menciono alguna película o libro. Lo de siempre. (Pero no, como alguien dijo, quizá yo misma, "nada personal". Eso también es personal. Son íntimas las lecturas). Ralearon las publicaciones. Nada estos últimos meses salvo el sueño de un sueño. Y está bien así.
Internaron a papá en abril y murió en junio. Lo vi desintegrarse. Hoy, hace un rato nomás, me desperté con el recuerdo nítido del timbre exacto de su voz. No es, en esos momentos, que lo extrañe, sino que me extraño. Desperté y me pareció absurdo que no estuviera más su voz en este mundo, que solo en grabaciones pudiera escucharla. Su ausencia me asombra como el cono de material inaudito. Quiero decir: su ausencia es como una presencia imposible.
El día que lo llevaron al hospital salí de raje y no llevé qué leer. Como después de la urgencia las horas se alargan fui al kiosco de diarios por un libro. Página 12 había sacado La virgen cabeza, de Cabezón Cámara. Lo llevé y en la espera leí, en la primera página: "Todo lo que is born se muere". Y después de ese título como un cuchillo, el tajo: "Pura materia enloquecida de azar, eso, pensaba, es la vida".

domingo, septiembre 09, 2018

Espejo

A través de la madrugada, insomne, sueño: leo Solenoide, de Cărtărescu. Dejo el libro, no me deja. O soy yo que me demoro en emerger. La casa está en penumbras, el contrapunto de durmientes acentúa el silencio, la heladera murmura su queja en la cocina. No hay más. Ubico mi banco azul ante el espejo, me siento dándole la espalda, dejo caer la cabeza hacia atrás, rezo: “El señor de los sueños, el gran Isachar...”.

viernes, marzo 16, 2018

Weinberger

Una historización del racismo que oprime el esófago; usos y costumbres del roedor atroz que oye ecos de la matanza de otra especie en Somalía; una colección de rumores sobre la India hacia 1492; el andar sinuoso del tigre en la literatura; la memoria, la huella de lo olvidado, también el recuerdo de lo que no vivimos pero intuimos que fue; el registro de la percepción del azul a través del tiempo y de lo que se designa con esa palabra y no es un color; la figura del vórtice y la vorágine en los escritos de Pound, un maestro hindú que resulta ser oriundo de Baltimore, Yeats, Empédocles, Anaxágoras, Sócrates, Simplicio, Lucrecio, Aercio; la lengua y en particular la poesía china (en traducciones tan disímiles que quizá lo que llega a Occidente sea poco más que un malentendido) y su influencia sobre la estadounidense; las ficciones tras los filmes etnográficos; la fotografía antropológica, que retrata mejor al fotógrafo; una ristra de títulos de libros inconcebibles.
Tomé muchas notas mientras leía Las cataratas, de Eliot Weinberger, pero desisto de dejar más comentario acá que esta enumeración de temas y una conclusión: el ser humano, cuando no es tristemente absurdo, es cómicamente ridículo.

viernes, febrero 16, 2018

Hacha

Hace unos dias conversaba con un amigo acerca de la afirmación de Kafka, "un libro debe ser el hacha para el mar helado que llevamos dentro". Le dije que figuraba en una carta a Oskar Pollak y que en la biografía publicada por Klaus Wagenbach había un fragmento bastante extenso de esa carta, que se lo iba a mandar en cuanto llegase a casa. Me quedé pensando en las imágenes que Kafka asocia a los libros, los que valen la pena, los necesarios: la muerte de un ser amadísimo, un suicidio, el exilio en el bosque, pero, ¿qué era eso del hacha? La primera vez que lo escuché el hacha era un cuchillo, en una charla de Marcelo Cohen, hace diez años ya. Fue tal el impacto que rastreé enseguida "Kafka cuchillo de hielo". Ahora nos volvíamos a encontrar. Vi la frase en su singularidad. Pensé que era algo extravagante la asociación y que por esa causa se había fijado con tanto tesón en la memoria. La pasé al alemán y busqué agregando Kafka, "ein Buch muß die Axt sein für das gefrorene Meer in uns", y de nuevo al español. No había duda. Ah, los exégetas de Kafka. Que cada quien interprete las significaciones que exuda ese pasaje. Yo tengo las mías y van variando como los colores de una llama. Pero quería apuntar esto que sigue y creo que no había notado antes. Como suele suceder con algunos libros, los consulto por una frase, una palabra quizá, y como después sigo percibiendo el runrún del cúmulo de páginas los leo enteros, de pe a pa, una vez más. Así, en otra parte del Kafka de Wagenbach leo: "Mi nombre hebreo es Amschel, como el del abuelo materno de mi madre, del cual guarda ella el recuerdo de un hombre muy piadoso e instruido con una larga barba, que murió cuando ella tenía seis años (...). Se bañaba todos los días en el río, también en invierno; entonces cortaba con el hacha en el hielo un agujero para bañarse." El fragmento pertenece a los Diarios. Después Wagenbach recoge un escrito de Julie Löwy, madre de Kafka, 20 años posterior al del hijo: "Mi abuelo, el padre de mi madre, fue un hombre muy instruido en la cultura judía (...). En verano lo mismo que en invierno iba con toda severidad que no todos los días a bañarse al Elba. En invierno, cuando helaba, tenía un hacha con la que rompía el hielo para meterse en el agua". Cómo llega Kafka a vincular el hacha y el hielo con los libros, quién sabe. Pero en la memoria familiar estaba impresa esta imagen de un hombre cuya voluntad lo impele a caminar con un hacha hasta el río helado para quebrarlo y sumergirse.

jueves, enero 11, 2018

Stoner

¡Qué calor feroz! Me despierto pensando en Stoner y como siguen durmiendo acá me levanto a escribir algo, como para sacarme de encima lo que me ronda, no solo ideas sino palabras, contantes y sonantes como monedas ("flamígera", por ejemplo), pero antes tengo que encender el aire acondicionado.
Hace rato ya me habían recomendado que leyese Stoner, de John Williams. Estuvo acertada la recomendación, me gustó. La historia es la de una extendido fracaso, llano y con pendiente, hacia abajo, claro, a lo largo de una vida. A lo largo, sí. A lo ancho, hay algunos accidentes. El amor, sobre todo, a una mujer, a la hija.
William Stoner nace y se cría en una granja de Missouri. Es árido, duro y terroso como el medio que lo malnutre. Hijo único de un matrimonio de sufridos granjeros está condenado a la herencia de ese destino. Al padre se le cruza uno que le habla de estudios de la tierra y ahí va el hijo a estudiar agronomía en la universidad. La currícula incluye un curso de literatura, como parte de saberes generales que debe portar un graduado, aunque se especialice en agricultura. Ahí se topa Stoner con lo que él es y no sabía que era. Flamígera, la literatura lo flambea. Lo galvaniza. El descubrimiento le tuerce una vida que era como ya vivida. Le tapa el surco. Cambia de carrera, se vuelve profesor. Su transcurrir por la enseñanza es opaco. Muere y pocos lo recuerdan.
Esto está contado en el primer párrafo de la novela así que uno ya sabe que se adentra en una vida lisa y gris. Si la historia conmueve es en parte por esto mismo. Nada se espera, nada sucede. Pero el que ama los libros comprende cómo pueden variar una condición, como un injerto en el adn.
En cuanto al fracaso y el éxito, son, más que relativos, parejamente inanes. Eso también es una decantación del texto.
La semana pasada, una tarde tórrida como seguramente será la de hoy, estábamos con Ever hablando de este libro, mientras los chicos se ensopaban en la pelopincho. Mateábamos en el parquecito de Haedo. Le comentaba que no me gustaba el estilo, no por lo parco, sino por el estorbo de las repeticiones. Quizá el original también las tuviera pero no molestase tanto ese repiqueteo. Me dijo que había notado lo mismo y que, por esta vez, le había parecido mejor la traducción española. Más tarde le mandé por WhatsApp una foto de la primera página que leí al llegar a casa y parecía venir a ilustrar lo que habíamos conversado. "Me gusta la historia, me lleva, aunque es una pena que haya que andar así como pateando tachos", le dije.
Igual vale la pena leerla, en cualquier traducción.

domingo, diciembre 24, 2017

Pájaros

Leí este libro excepcional, El peregrino, junto con Un año sin primavera, y fue una suerte, porque además de hablar de poesía ("no existe 'leer poesía'; necesitamos poemas"; vale), es decir, de hablar de poemas y de poetas y del tiempo que hace (Inés decía de un colega que escribía "poemas fenoménicos"; bueno, esto es en parte prosa fenoménica), llegando al final Cohen habla de Baker, de cómo le gustó traducir ese libro y cómo influyó, por ejemplo, en su consideración del vuelo de los pájaros, entre otras cosas. Los buenos libros nos cambian, sin duda. Cómo puede no dejar mella que alguien susurre, desde el papel, digamos: "Y más allá de los bordes el poema se disuelve, o se esparce, como la vida en al muerte".

Cabernet

Anoche: tomo una copa y otra, reconozco el dulce entumecimiento y me dejo caer, molicie de las extremidades, la cabeza un amasijo, laten las encías y la lengua se despereza en la boca como un brazo que tantea paredes desconocidas. Oscurezco la habitación, no para aislarme sino para expandir mi percepción de lo que me rodea, como si las sombras me amaneciesen.

jueves, diciembre 14, 2017

Proyectil

Leo que un halcón "se aferra al pelaje crespo de la tierra como la liebre inquieta se pega al viento". "El-pe-la-je-cres-po-de-la-tie-rra", pronuncio, paladeo. ¿Quién dice? ¿J.A. Baker, el autor, o Marcelo Cohen, el traductor? ¿De dónde sale el sonido que se desprende de esas palabras, ese tañido?
El mismo Cohen, pero en La Plata, año 2008: la musicalidad que percibimos en Bernhard es la de Sáenz.
Días atrás Pablo citó a Beckett: "sufriría si no tuviera voz ni ningún otro proyectil", dijo que había dicho el otro. Me gustó la frase pero eso de "proyectil" sonaba ripioso. La rastreé hasta dar con la original: "ni voix ni autre missile". Así que el proyectil había sido un misil. Le comenté a Pablo que me había gustado que en "proyectil" resonara aquello de "proyectar la voz". Me dijo que había pensado lo mismo. Pero, agrego ahora, no fue la elección de Beckett. "Missile" es más rotundo como arma pero suena notoriamente liso frente al escarpado "projectile". ¿Cuán fiel fue el traductor? ¿Cuánto importa la fidelidad, en todo caso?
En el transcurso de sus clases sobre cuento policial, Piglia nos propuso el siguiente ejercicio: leer "La carta robada" en inglés y en las traducciones de Borges y de Cortázar. Éste se apegaba a la letra, lo que resultaba a veces en disonancias en el fraseo, el otro omitía palabras, frases, reponía otras. Después teníamos que redactar un informe que diera cuenta de cuál era la mejor traducción y por qué.  Sin olvidar la pulpa del cuento de Poe: el método de Dupin para resolver el enigma es ponerse en el lugar del otro, no solo seguir los pasos del sospechoso sino los eslabones de sus pensamientos. Pensar como lo había hecho el ministro al esconder la carta. Así, los traductores.


viernes, noviembre 24, 2017

Tarde

Llegué tarde a la escuela para buscar al niño porque mientras me estaba preparando para salir vi en la tele un especial sobre Di Benedetto (en Páginas Escogidas, TV Pública, de 11.30 a 12.00). Escuché su voz y no pude sustraerme al radio de influencia, por decir así. Tiene una pausada voz grave, honda, como si hablase en un cuarto amplio y desierto. Piensa antes de decir, se demora. Llora cuando recuerda el reencuentro con su hija, luego de un exilio de ocho años ("era una niña cuando me fui"). Dice que el encierro y la tortura lo dejaron "muy deteriorado y disminuido". Hacia el final, el autorretrato: "Bailar no sé, nadar no sé, beber sí sé. Coche no tengo. Prefiero la noche, prefiero el silencio".
Cada año comienzo las clases leyendo un cuento de Di Benedetto, "Caballo en el salitral". Invito a leer a los alumnos, me detengo, hago preguntas, los acicateo a ver qué sale. Elijo ese cuento magnífico porque está en una antología de relatos de varios autores de la cual la biblioteca de la escuela tiene hartos ejemplares. Así que cada alumno puede tener uno en sus manos y seguir la lectura. Es de argumento simple, el cuento, pero de recorrido arduo, así que vamos frenando para tomar aire y que se asienten las palabras. Después de leer y de la charla, que breve o extensa siempre surge, les hablo del secuestro, de los golpes en la cabeza, del exilio.
(Encontré acá una parte del documental.)